Un recorrido por el mercado más emblemático de la ciudad, donde tradición y vida cotidiana siguen latiendo cada mañana.
Uno entra al Mercado Central de Valencia y entiende enseguida que aquí las cosas no se hacen en silencio. El ruido no molesta, es un zumbido coral que mezcla a la señora que discute con el frutero por el precio de los tomates, al turista que tropieza con una abuela de carrito y al carnicero que corta lonchas de jamón con la calma de quien sabe que para la perfección no hay prisa.
El edificio fue inaugurado en 1928. Nunca tuvo otro propósito que el de mercado, pero qué mercado: sus arquitectos, Guàrdia y Soler, quisieron demostrar que un espacio para vender pescado y alcachofas podía ser tan monumental como un teatro de ópera. Y lo lograron. Basta alzar la vista: esa cúpula central de hierro y cristal, esos mosaicos de colores que parecen más decorativos que funcionales, esa veleta en forma de loro —la célebre cotorra del mercat— que vigila la plaza como si llevara un siglo entero escuchando los chismes de los vendedores.
Aquí no hace falta exagerar. El mercado impresiona porque sigue cumpliendo la misma función para la que fue construido: alimentar. No lo digo yo: lo dice el ritmo de las transacciones, la naturalidad con la que los clientes regulares ignoran las cámaras de fotos y se concentran en elegir la mejor pieza de pescado.
Por supuesto, no deberías irte sin probar algunas cosas. La primera, un bocadillo de jamón ibérico recién cortado, porque ningún supermercado ni tienda de aeropuerto puede replicar esa frescura. La segunda, una ostra abierta en el momento, que sabe a Mediterráneo sin metáforas innecesarias. Y la tercera, un fartón mojado en horchata, ese invento valenciano que es mitad merienda y mitad excusa para sentarse un rato a mirar cómo pasa la vida.
Y luego está Central Bar de Ricard Camarena. Aquí no hay manteles largos ni cartas interminables: solo un mostrador, taburetes, y una cocina que convierte lo simple en memorable. Camarena, con su estrella Michelin, podría estar en cualquier otro sitio, pero eligió este mercado. Y esa decisión resume bien lo que es el lugar: prestigioso y humilde al mismo tiempo. Su ensaladilla rusa ya es casi un mito local, y el bocata de sepia tiene algo de rito iniciático.
Lo curioso es que, a pesar de todo lo que se ha escrito sobre el Mercado Central, sigue sorprendiendo. No por lo pintoresco —que lo es— sino porque logra lo que pocos espacios urbanos mantienen: autenticidad.
El Mercado Central de Valencia no necesita artificios para impresionar. No es un escenario montado, sino un organismo vivo, donde cada día se cruzan generaciones, acentos y costumbres. Aquí, la ciudad no se explica: se palpa, se huele y, sobre todo, se escucha. Y a veces, basta con quedarse un rato quieto, apoyado contra una columna, para entender por qué los mercados —los de verdad— siguen siendo el corazón de cualquier ciudad que merezca la pena.
Ubicado en Plaza Ciudad de Brujas, frente a la Lonja de la Seda. Su horario es de lunes a sábado, de 7:30 a 15:00. OJO, cerrado los domingos. Casi todos los puestos aceptan pago con tarjeta.
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